Por
Rubén Lombardi
El
11 de octubre de 1838 mientras la Confederación Argentina era atacada por una
poderosa escuadra francesa y bloqueado el Puerto de Buenos Aires, la Isla
Martín García (hoy pacífico lugar turístico) soportaba el bombardeo efectuado
por un desprendimiento de dicha flota europea.
La
disparidad de fuerzas era tremenda. Numerosos buques de guerra, dotados de la
más moderna y potente artillería se enfrentaban a un escaso centenar de
criollos sostenidos apenas por 1 batería con 4 cañones a cargo del capitán Thorne,
el bravo (y posterior) artillero de Obligado. Intimados por el jefe galo a la
inevitable rendición, los argentinos deliberan. Al cabo de una rápida y
emocionante unanimidad, llega la respuesta: “En contestación a la nota… sólo
tengo para decirle que estoy dispuesto a sostener, según es mi deber, el honor
de la Nación a que pertenezco”. Firmaba el comandante Jerónimo Costa.
Comenzaba
(o continuaba) la larga fama de un gran soldado de la Patria. Y de una vida
indisolublemente ligada a la Causa Nacional.
Habiendo
elegido desde muy temprano la carrera de las armas, Jerónimo había sido
contemporáneo de los albores de nuestra vida políticamente independiente.
(Nació en Buenos Aires en 1808). De llamativa actuación en la batalla de
Ituzaingó contra el imperio brasileño, tal acción le había valido obtener el
grado de capitán. Producido el golpe unitario de Lavalle contra Dorrego en
1828, se había mantenido fiel al partido Federal, sumándose a los más adeptos a
Rosas, al punto de integrar la Campaña del Desierto de 1833. Por su gallardo
comportamiento el Restaurador lo había promovido a Teniente Coronel, grado con
el que se pone al frente de la defensa de Martín García, con el hecho con el
que iniciamos esta nota.
Después,
el destino quiso que secunde al General Oribe en el largo Sitio de Montevideo
(1843-1851), pero cuando el oriental termina acordando con Urquiza (ya
pronunciado contra Rosas) el levantamiento del sitio retornó a Buenos Aires y
poniéndose al mando directo de su admirado Restaurador.
Sobrevino
Caseros, al cabo de lo cual y puesto en la disyuntiva de servir a los federales
de don Justo José o a los separatistas del Puerto, su fino olfato popular lo
lleva a ofrecer sus servicios a quien, al fin y al cabo, representaba una
autoridad respaldada por la totalidad del resto de las provincias.
En
enero de 1856 el país interior bregaba por doblegar a la egoísta metrópoli
separada. Y en ese trabajo Costa, como muchos porteños “nacionales” (los
hermanos Hernández, Guido y Spano, Navarro Viola, Bernardo de Irigoyen, Tomás
Guido, etc.) cuando deciden invadir Buenos Aires para expulsar a los
separatistas, ya orientados por Bartolomé Mitre, y restaurar la Unidad
Nacional.
Urquiza
lo había nombrado General, en cuyo carácter se acopla al Supremo Comandante
Hilario Lagos. Pero, no obstante, los porteños de Pastor Obligado mueven sus
fichas rápidamente. El Coronel “el Gato” García bate a los unificadores en el
puesto de Villamayor, partido de La Matanza. Los oficiales de Costa y Lagos
resistieron hasta que no pudieron ya evitar la rendición. Y se entregaron
nomás.
El
General Jerónimo Costa fue uno de los atrapados que desconocía el decreto de
muerte a que habían sido condenados, desde antes de la batalla. El Gobernador
Pastor Obligado, junto a la firma de sus ministros Mitre y Valentín Alsina
había sancionado una norma estableciendo la condena a muerte de la oficialidad
enemiga eventualmente atrapada. Así fue como rápida y sumariamente, los
victoriosos de Villamayor no tuvieron piedad. Casi con el espíritu calcado del
círculo rivadaviano, que por la orden directa de Lavalle mataron a Dorrego en
1828, ejecutaban ahora al bravo héroe de Martín García. Sin el mínimo juicio
previo. La tropa, que no había sido incluida en el decreto de muerte, fue
agregada al mismo y trágico final.
Habría
que dar a leer a los estudiantes de 2015 los calificativos que merecieron el
Comandante Jerónimo Costa y sus hombres: “famosos criminales”, “anarquistas
capitaneados por el cabecilla Costa”, que se propusieron el “criminal objeto de
atentar contra la autoridad constitucional”, y “querían implantar el terror y
barbarie que caducó en Caseros”… tantos adjetivos por tan poco… por luchar por
la Unidad Nacional, nada más.
Curiosamente,
en 1838, un jefe extranjero, también vencedor de éste noble oficial criollo, le
había devuelto la espada al rendido, en reconocimiento a su digno
comportamiento militar, y tan admirado estaba que le había recomendado al
Gobernador de Buenos Aires (y jefe de la Confederación Argentina) considerar el
patriotismo y talento militar con que el Comandante Costa había defendido su
posición ante fuerzas ostensiblemente superiores.
Este
gran compatriota nuestro fue fusilado cobardemente el 3 de febrero de 1856, y
su cadáver abandonado en el terreno. El infaltable Sarmiento se hubo de alegrar
por la matanza y escribió: “Han muerto o han sido fusilados en el acto, Bustos,
Costa, Olmos. ¿Trofeos? La espada RUIN y MOHOZA de Costa. El carnaval ha
principado. ¡Se acabó la Mazorca!”
Con
los años, felizmente fue despertando la conciencia nacional e idénticos hechos
fueron analizados desde otro prisma: el de la Liberación Nacional.
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