Por:
María Agustina Lapenda
Estudiante
de Licenciatura en Artes – UBA
Fotógrafa
Retrato, paisaje, pintura histórica,
naturaleza muerta, pintura mitológica, costumbrismo: los géneros artísticos
tradicionales son categorías, estructuras que amontonan en un mismo conjunto
obras de arte que poseen ciertos rasgos (forma, contenido) en común.
Representan tan solo un modo particular de agrupar elementos, entre muchos
otros, aunque se presentan como universales. Están legitimados por, y se montan
sobre, el relato histórico hegemónico y occidental del arte, con el cual
encarnan un movimiento de ida y vuelta: la existencia de dichos géneros -como
también sucede con los grandes “Estilos” artísticos- es uno de los factores que
posibilita el discurrir teleológico, evolucionista de la historia del arte, a
la vez que es esta misma historia del arte la que los habilita y visibiliza
como estructuras válidas. Así, todo esto nos permite ver que cada género es un
recorte estrecho y achatado de una totalidad artística dada: ¿en función de qué
se determina esta comunidad entre obras? ¿Según quién? ¿Cuáles son los rasgos
que se consideran relevantes en una obra a la hora de adscribirla a un género
determinado? ¿Por qué ciertas categorías llegan a institucionalizarse como
géneros y otras no? ¿Cuándo, y por qué, comenzó a ser válida la división en
géneros artísticos?
El recorte genérico se encuentra ligado a
modelos estéticos, historiográficos, a presupuestos subyacentes que avalan
dichas agrupaciones arbitrarias, aunque tan naturalizadas y legitimadas que
parecieran no serlo. De este modo, no me parece posible comprender los géneros
artísticos disociados de las prácticas del poder hegemónico, de sus
estrategias, siendo que la delimitación de estos requiere necesariamente el
establecimiento y aceptación de convenciones representativas, de temáticas
privilegiadas, la definición de un modo de ver y sus leyes de composición, la
implantación de estereotipos. Cada género artístico implica que liguemos
determinado objeto/figura/sujeto de la representación, su disposición en el
espacio compositivo y su relación con otros elementos representados a un tema o
asunto en particular. Actúa metonímicamente: tomamos la representación de un
rostro por un “retrato”, tres frutas en una mesa por una “naturaleza muerta”,
una montaña, un bosque por un “paisaje”. Y, al revés, cuando sin haber visto
aún una obra, nos nombran un género pictórico determinado esto proyecta en
nuestro imaginario un horizonte de expectativas concreto, definiendo a priori
qué es lo que podemos esperar ver en dicha obra: una “pintura mitológica” no es
lo mismo que una “histórica”. Estos vínculos están habilitados por aquel
conjunto normativo de posibles específico de ese género, es decir, todo aquello
que se asemeja a aquello otro ya representado y ya aceptado dentro de las leyes
de dicho género. Decimos que una obra es un retrato, porque ya vimos muchas
otras obras que, nos dijeron, son retratos y que disponen al sujeto de un modo
determinado y no de otro (si el “retratado” estuviese representado en un tamaño
minúsculo, perdido en medio de una gran extensión de naturaleza la obra
dejaría, entonces, de ser “retrato” para convertirse en “paisaje”).
Sin embargo, a la vez que achatan, estas
fórmulas prefabricadas nos sirven para entender otros conflictos, más alejados
(o no) del Arte: el preguntarse, por ejemplo, por qué una producción estética
en particular, y no otra, se encasilla en determinado género y queda descartada
de otro (¿quién la encasilla, quién la descarta?); el analizar qué es lo que
queda incluido y excluido de estas burbujas genéricas y los motivos de dichas
elecciones o el cuestionar por qué se asentaron como hegemónicas determinadas
relaciones entre un modo de nombrar y un modo de representar, nos permite
correr la mirada hacia otros relatos y modos de analizar las obras de arte;
delimitar nuevos conjuntos, que responden a contextos y necesidades diversas.
La historia del arte, sus estructuras, los estilos, los géneros son construcciones
-hechas por y para algo/alguien en concreto-, ligadas a intereses e ideologías.
Repetir ciegamente categorías sin cuestionarlas o reflexionar sobre ellas antes
de aplicarlas es cómodo pero, siempre, peligroso: deshistoriza y acorta la mirada
al homogenizar elementos que son, al contrario, bien distintos entre sí. La
incomodidad mueve, nos hace preguntarnos y repreguntarnos, nos saca los puntos
de apoyo sólidos. Deberíamos, entonces, ser capaces de (re)utilizar los géneros
artísticos, no como elementos dados de una vez y para siempre, sino como
herramientas de trabajo, como medios para llegar a otros fines. Incorporar
aquello que quedó en los márgenes de lo genérico. Volver a hacer visibles las
elecciones que se invisibilizaron tras ellos, despojarlos de su universalidad y
rescatar su lugar de enunciación, su tiempo, su espacio, su voz. Los géneros
artísticos tradicionales son, finalmente, discursos de poder.
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