Por: Rubén Lombardi
Hubo tiempos en que las pampas sudamericanas
se vieron azotadas por cruentas guerras entre hermanos; sangre común que corría
por los campos fértiles del continente como testimonio no solo de distintas ideas acerca de formas de gobierno
contrapuestas, sino de intereses económicos concretos que enfrentaban a los
hombres, y de idiosincrasias y costumbres diametralmente opuestas.
Se hizo usual que uno de los sectores en
pugna, con sinceros o no tantos anhelos de pacificar los ánimos luego de años
de conflictos, se dirigieran físicamente al teatro de operaciones del
adversario y que, para ganarse su buena voluntad portara un presente griego.
Promediaba el año 1815 y en Buenos Aires
había caído un cruel Dictador, un real tirano que no solo había puesto
formalmente a su patria chica a disposición de las leyes y de la protección del
Imperio más grande del momento, sino que había dictado bandos delirantes como
aquel que disponía pasar por las armas a quien hablara mal del Gobierno
(dirigido por el mismo). Cuando fue derrocado, el país todo pareció sentir un
colosal alivio. El mismo San Martín, en Mendoza, mandó a celebrar un Tedeum (y
convengamos que el Libertador de Chile miraba de reojo al catolicismo) en
acción de gracias por la caída de “la Tiranía”.
Henos aquí que los gobernantes sucesores de éste Dictador de Buenos Aires, se llegaron
un día hasta el campamento del enemigo
interno con su “presente griego”. Se trataba de 7 oficiales que habían
combatido contra el Jefe al que se deseaba impresionar favorablemente,
asegurándole enfáticamente que podía disponer de ellos a su entero antojo.
Eran tiempos de guerra sin cuartel, y lo
serían por mucho tiempo. Instalada la Primera junta de 1810, el secretario de
la misma había mandado ejecutar sin titubeos a Santiago de Liniers, reciente
Héroe de la reconquista de Buenos Aires, por encabezar una resistencia a la
autoridad de la flamante administración.
Dos años más tarde, el otro héroe, el vasco
Martín de Alzaga, había sido colgado de un palo en la Plaza Fuerte de la
capital, por la simple sospecha (nunca probada) de conspirar contra el Triunvirato
rivadaviano.
Meses después una negativa del cuerpo de
Patricios a recortarse el cabello fue castigado con 11 fusilamientos y otros
tantos cuerpos bamboleándose en otros palos pero sobre la misma plaza Mayor.
Bien podría haberse cobrado el Jefe en
cuestión tantas viejas afrentas, denuestos, injustas guerras y muertes, con la
vida de esos oficiales ofrecidos.
Sin embargo, sin pensarlo dos veces y
mirándoles la cara a los “diplomáticos” de la otra orilla les responde: YO NO
SOY VERDUGO DE BUENOS AIRES.
Pero ¿Quién sería el autor de tal
respuesta?...Al final ¿Qué desea hacer éste hombre con la libertad de la
patria?... ¿Será de Dios que éste anarquista célebre nos quiera dar una lección
de ética y humanidad a nosotros, los portadores de las luces?...Se preguntan
posiblemente los porteños…
Y lo seguirían preguntando durante toda la
década, aquella primera de nuestra revolución emancipadora. No entendían ni
entenderán jamás a JOSE DE ARTIGAS. En su mentalidad centralista y exótica no
les cabe en la cabeza que un “don nadie” de los montes orientales quiera poner
en pie de igualdad a cada una de las provincias, que proclame la soberanía
popular y la encarne en los hechos, que desee imponer una total identificación
entre pueblo y gobierno, que tenga semejante honradez y lealtad a las banderas
iniciales, aquellas por las que empezó ofreciendo su espada en los albores de
1811 ante la Junta Grande, prometiendo “llevar el estandarte de la libertad
hasta los muros de Montevideo”.
Pensar que como recursos materiales para
sublevar los campos y arrasar con el enemigo realista le pusieron $ 200 en el
bolsillo…¡DOSCIENTOS PESOS!!!, cuando el sueldo del presidente de la Junta era
de $ 8000, y el del ex Virrey ascendía a 12.000.
La cuestión fue que con ese magro apoyo
pecuniario pero con un patriotismo insuperable fue el iniciador de la verdadera
revolución de la Independencia por éstas playas. Revolución republicana y
federal. El que heredó la tradición rebelde de los altoperuanos y tomó en sus
manos “La Tea” de Murillo, aquel arribeño mestizo de La Paz, levantado contra
la opresión española en 1809.
Fue denostado por Mitre y los narradores
oficiales de nuestro pasado, interesados en subrayar los logros y la herencia
del proceso emancipador porteño, burgués, centralista y monárquico de
Triunviratos y Directores Supremos; para lo cual cubrieron de epítetos
denigrantes al Conductor de las masas rurales orientales por ser vocero y
portador de un proceso nítidamente plebeyo, autonomista, confederal,
republicano y antioligárquico, todo lo cual estaba proscripto de antemano por
las cabezas dirigentes de Buenos Aires.
La élite porteña se dedicaba a abolir
títulos de nobleza casi inexistentes, suprimir honores que nadie gozaba, anular
instrumentos de tortura que seguirían aplicándose y a derogar la esclavitud en
el papel (que ante la queja del embajador británico se restablecería).
Artigas
planteaba el problema del monopolio mercantil en concreto, luchando por
el fin del puerto único, planteando que la capital “esté precisamente fuera de
Buenos Aires”, repartiendo tierras de verdad entre gauchos pobres, indios y
mestizos.
Eran dos mundos distintos: por algo Mitre
escribió que la revolución de Mayo había sido hecha por el PUEBLO, y que el motín
de abril de 1811 y la gesta antigüista lo eran por la PLEBE.
Fue perseguido por un sinnúmero de
contrincantes poderosos. Al final terminó su ejército estrangulado por la
alianza expresa de portugueses, porteños y españoles, y como manotazo final,
fue perseguido de muerte por un ex lugarteniente del “palo”, el Supremo Pancho
Ramírez.
Se exilió en Paraguay. Allí mandaba aquel
mismo Dictador misterioso y solitario, Gaspar Rodríguez de Francia, con quien
intentó aliarse en su primera hora emancipadora pero que elegantemente eludió
comprometerse, ciego a la política de Patria Grande esbozada por Artigas en
1811.
Pasaron muchos años en el exilio: tres décadas
dedicadas al trabajo en una pequeña huerta que casi de lástima le brindaron
Rodríguez de Francia y después don Carlos Antonio López. En 1828, su Banda
Oriental querida y natal se transformaría en un país formalmente independiente,
por voluntad de la diplomacia inglesa y pese a la actitud de resistencia
dignamente patriótica del Gobernador de Buenos Aires en 1828, el Coronel
Dorrego. Amigos de antaño, representantes del nuevo gobierno, van a llevarle la
noticia de la creación del Uruguay, creyéndose portadores de una novedad para
su alegría. Pero la respuesta del viejo caudillo fue la de un verdadero
americano: “YA NO TENGO PATRIA”.
Sus luchas por la autonomía y el federalismo
no configuraban una separación del tradicional tronco del ex virreinato. Se
empeñaba en ser argentino éste Patriarca. No podía haber confusión, que solo se
dibujaba en las mentes estrechas de la intelectualidad europeísta.
La enseñanza para los tiempos por venir fue
toda ganancia con éste héroe gigantesco. Desde todo punto de vista, la imagen y
estatura histórica ha sido felizmente rescatada de la desfiguración por la
atinada Revisión de la Historia latinoamericana. Ya no hay Mitres, ni Levenes,
ni López, ni ningún escriba del colonialismo que pueda impedir el
encumbramiento de JOSE GERVASIO DE ARTIGAS al máximo estrellato de las luchas
nacionales y populares a través de la Historia.
Salud don José, desde el siglo XXI y para
siempre: ¡Hasta la Victoria, por la Patria Grande, justa, digna y confederal!