Por
Luis Furio
El mundo, en una lenta pero progresiva
marcha globalizante, ha dado por tierra con todo aquello que fuera parte sustancial
de nuestra historia social. A la inversa, se originaron cambios culturales de
profunda raigambre cristiana patrimonio sustancial de nuestra Fe, desconfianza
en la palabra dada, fractura y vaciamiento moral de difícil solución. De hecho,
esta cíclica tragedia afecta especialmente a la sociedad argentina y su
juventud.
Vivimos un período de descreimiento,
un cambio de época, una dolorosa y conflictiva etapa de transición, englobando
en esta suerte de hipnosis colectiva a quienes son los hacedores de la cultura:
los maestros. Se impone entonces una aguda reflexión.
Es en el campo de la educación donde
se establece el germen del futuro de una nación y el bienestar de futuras
generaciones. La polarización del Siglo XX está sepultada en el pasado y lo que
se discute hoy en el mundo es: inclusión o exclusión. El dilema es si avanzamos
o retrocedemos en su realización.
Es la educación el factor de cohesión
y desarrollo social que promueve la inclusión, base sustancial para construir
una sociedad más justa, garante de condiciones dignas para el ejercicio de sus
derechos y el desarrollo de sus posibilidades. Nunca fue tan claro como en este
Siglo XXI la noción de que saber, es poder. Cuantos más habitantes sepan y
aprendan algo, más instrumentos tendrán para obtener sus derechos.
En este contexto la educación no puede
ser considerada una política sectorial, sino como la clave de una estrategia de
política cultural nacional.
Con ustedes, los maestros, comenzamos
a recuperar la idea de un promisorio futuro compartido. Con ustedes, inculcando
en el alumnado el imaginario de una nación más integrada y más justa, convencidos
de que educar es invitar a crecer, a madurar, a ser.
Con ustedes dispuestos a ingresar en
la historia. A paso de vencedores.
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