Documento del Plenario Nacional de CTA
Los cambios
producidos en el escenario político, a nivel nacional, regional y mundial,
obligan a remitir nuestro análisis de la coyuntura política a la última década.
En la Argentina, particularmente, estamos transitando una nueva etapa en el
proceso de transformaciones que comenzó a operarse a comienzos del siglo XXI,
luego de la crisis resultante de la imposición del proyecto neoliberal aplicado
a partir de la última dictadura cívico militar y profundizado en la década del
90.
La situación que en
el año 2001 caracterizábamos como una crisis de hegemonía, en la medida en que
expresaba la imposibilidad de los sectores dominantes de continuar ejerciendo
la conducción del proceso social, permitió, con la llegada de Néstor Kirchner a
la Presidencia de la Nación en 2003, dar inicio a un proceso gradual y
sostenido de recuperación de la capacidad del Estado para orientar la dinámica
social en un sentido favorable a los intereses populares. La firme decisión de
incorporar muchas de las demandas históricas del movimiento popular a la agenda
del nuevo gobierno, apoyándose en el capital social acumulado durante los años
de la resistencia, fue configurando un proyecto político definido por los
objetivos de la inclusión y justicia social, la soberanía política y la
independencia económica, que han sido los pilares de la identidad nacional y
popular a lo largo de la historia de nuestra Patria. A eso se sumó una ofensiva
que erigió en política de Estado a la causa de los organismos defensores de los
derechos humanos. Memoria, Verdad y Justicia fueron banderas en alto a partir
del 2003, con un emblema en las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. El fenómeno
de adhesión popular que generó la recuperación del nieto de Estela de Carlotto
es producto de ello.
Sobre la base de una
articulación política centrada en el liderazgo presidencial -iniciado por
Néstor y continuado por Cristina Fernández- y pragmáticamente orientada a
disponer a los actores políticos existentes al cumplimiento de las tareas que
de modo paulatino iban definiéndose como necesarias, el kirchnerismo logró, al
tiempo que se constituía como una identidad política capaz de movilizar
voluntades en torno a estos objetivos, impulsar cambios que han resultado
decisivos para mejorar las condiciones de vida de nuestro pueblo y para abrir
un horizonte de oportunidad para promover nuevas transformaciones.
El juicio a los
responsables del genocidio, el desendeudamiento, la creación de empleo y la
reactivación del mercado interno, la reestatización del sistema previsional, el
incremento del presupuesto educativo, de salud, y de investigación, la
Asignación Universal por Hijo, la sanción de las leyes de Medios de
Comunicación Audiovisual, de matrimonio igualitario, de identidad de género; la
recuperación de Aerolíneas Argentinas y de YPF, la vigencia indiscutida de las
convenciones colectivas de trabajo en casi todas las ramas de actividad; el
fortalecimiento de las relaciones con América Latina y la decisión de asumir la
integración regional como un pilar del proyecto nacional, bastan para
comprender la novedad de esta etapa y el valor reparatorio que ha implicado
para los sectores populares. Mención aparte merece la decisión de rechazar el
ALCA en la Cumbre de Mar del Plata en noviembre de 2005. Aun reconociendo que
todavía es preciso avanzar y recuperar conquistas arrebatadas por el
neoliberalismo, es indudable que el actual período histórico configura un
momento de avance del campo popular.
Ahora bien, la
reactivación que estas medidas generaron permitió, en su momento, sortear las
dificultades derivadas de dos frentes problemáticos. En primer lugar, la
ofensiva desplegada por la reacción de aquellos sectores que perdían
privilegios e inmunidades, y de quienes veían condicionadas sus siempre
inmensas ganancias. El momento más álgido de esta ofensiva se vivió en el año
2008, con la conformación de un arco opositor a la Resolución 125 que
establecía las retenciones móviles a las exportaciones agrícolas. El rechazo a
la medida del gobierno nacional de atar el porcentual de retenciones a la
variación de los precios internacionales, no sólo con el fin de asegurar el
ingreso de divisas a las arcas públicas con fines redistributivos, sino de limitar
el impacto del alza de las commodities sobre el mercado interno, permitió a
todos los sectores opositores agruparse en torno al reclamo de las
corporaciones del sector agropecuario y fue, al mismo tiempo, un elemento
aglutinante de las organizaciones del campo popular y de amplios sectores no
organizados de la sociedad que vivieron esa confrontación como un llamado a la
toma de posición en el escenario de la disputa. Si bien el resultado inmediato
de la “batalla de la 125” fue adverso, el saldo posterior resultó en un avance
sustantivo: la estatización del sistema previsional; una determinación
fundamental que permitiría luego desplegar una serie de iniciativas de política
social que sin duda han representado mejoras para los sectores más desprotegidos,
y que han otorgado un grado importante de sustentabilidad para dichas
iniciativas.
Poco después, la
emergencia de la crisis económica internacional, encontró a nuestro país en
mejores condiciones para afrontar los efectos de la retracción de las economías
centrales. La reducción significativa del peso de la deuda externa y el cese de
los condicionamientos del FMI sobre la definición de la política económica
nacional, así como una mayor disponibilidad de recursos para mantener
movilizada la economía y para asegurar la preservación de los niveles de
empleo, resultaron cruciales para limitar el impacto local de aquella crisis.
Ninguno de estos
factores de riesgo ha cesado de actuar. En distintas formas, la persistencia de
esa amenaza pone en evidencia la vulnerabilidad de un proceso que, para
consolidarse y viabilizar su profundización, aún debe afrontar la resolución de
tareas que implican transformaciones estructurales y suponen, por lo tanto,
niveles más altos de confrontación con los poderes fácticos. En el último año,
la presión de los sectores exportadores para producir la devaluación de la
moneda logró imponerse a través de las maniobras del poder financiero, que
obligaron al gobierno a modificar la relación cambiaria, y a desplegar una
serie de dispositivos para evitar que esa decisión impactara excesivamente en
la capacidad de consumo de los asalariados. Si bien el efecto acotado de la
devaluación demostró la preocupación del gobierno por preservar la situación de
los sectores populares, su inevitabilidad dio muestras, también, de la
persistencia de una estructura económica excesivamente dependiente de las
decisiones de los sectores concentrados, fuertemente extranjerizada,
primarizada e insuficientemente regulada por el Estado. A estos factores se sumó
el impacto de la crisis global en la región, con la consiguiente desaceleración
del crecimiento económico y la aparición de señales preocupantes tales como
suspensiones y despidos de trabajadores en algunas ramas dinámicas de la
producción. Esta situación -que se ha instalado desde fines de 2013- pone al
descubierto la voracidad de las grandes patronales que no dudan en acrecentar
sus ganancias gracias la reducción de sus plantas de personal.
De manera que ya no
sólo la expectativa de profundizar el proceso de redistribución de la riqueza,
sino la posibilidad misma de asegurar lo conquistado hasta ahora, exige avanzar
más decididamente en un proceso de industrialización centrado en la
satisfacción de las necesidades de la mayoría, y requiere elaborar instrumentos
que permitan controlar y orientar la producción y distribución de bienes y
servicios básicos en función del interés común y en la perspectiva de un nuevo
modelo de desarrollo económico y social. Para nosotros es crucial defender lo
conquistado hasta aquí ya que sin esa defensa activa no sería posible pensar en
un avance.
En ese sentido, como
parte del intento de avanzar, apoyamos los proyectos de leyes para controlar la
especulación y el abuso de los monopolios en la formación de precios. La
oposición de las cámaras empresarias de los sectores más fuertes agitando el
“fantasma del estatismo” y reivindicando la propiedad privada y la libertad de
mercado, discurso asumido también por los portavoces de la oposición, reafirma
la necesidad de los sectores populares de estrechar filas para evitar que estos
proyectos fracasen. Es estratégico que el Estado pueda recuperar instrumentos
de control que permitan revertir la debilidad del sector público frente a los
grupos concentrados de la economía. Esta debilidad resulta, por otra parte,
notablemente balanceada por una decisión política que ha demostrado que el
actual gobierno no está dispuesto a someterse a los dictados del poder
financiero, ni a desandar el camino transitado en pos de la conquista de
mayores márgenes de soberanía para nuestra nación. La batalla contra los fondos
buitres y la resolución del juez Griessa constituyen una prueba cabal de esa
determinación y coloca a la Argentina en el centro de la disputa por el rumbo
de la economía mundial.
Es imprescindible
comprender que, en este litigio, no está en juego exclusivamente la posibilidad
de continuar el proceso de desendeudamiento nacional, aun cuando ese objetivo
resulte de primera importancia. El devenir de este conflicto -en el que,
magistralmente, la jugada del gobierno argentino ha puesto en contradicción a
los propios actores financieros, y a ellos con los gobiernos de los países
centrales– será decisivo para el futuro del sistema económico global. La
reciente iniciativa anunciada por la presidenta de la Nación de enviar al
Congreso el proyecto de ley para el pago soberano de la deuda externa,
reemplazando al Banco de Nueva York como agente de pago, no sólo enmienda un
agujero negro de nuestra soberanía, sino que significa redoblar la apuesta política
en la confrontación con el capital financiero internacional.
Para las
organizaciones populares, por lo tanto, esta perspectiva no sólo exige la
definición de propuestas y la intervención en el debate político, sino, muy
especialmente, la multiplicación de su capacidad organizativa y su
representatividad. A lo largo de este proceso, las organizaciones populares se
han visto confrontadas con nuevos desafíos que han conllevado severas crisis,
divisiones y realineamientos. Las organizaciones sindicales, especialmente,
hemos tenido que revisar nuestras estrategias y modos de organización con
vistas a lograr constituirnos como actores en un escenario que tempranamente
definimos como una situación de avance del campo popular. Esta interpretación
de la etapa confrontó, en la práctica, con la de quienes veían apenas cambios
superficiales que, según su sesgada visión, encubrían la continuidad de las
políticas neoliberales de los gobiernos anteriores. Esto produjo debate y
tensiones al interior de nuestra central que, a partir del conflicto con la
Sociedad Rural y sus aliados en el 2008, fueron tomando estado público y
generando divergencias cada vez más profundas. El tema de la autonomía de
nuestra Central empezó a estar en el nudo de esas discusiones.
Nuestra posición
reafirmó que la autonomía -que siempre reclamamos para nuestra Central, y que
consideramos una condición necesaria para preservar la defensa del interés de
la clase trabajadora en nuestro accionar– no debía ser confundida con una
presunta neutralidad que, en estas condiciones, implicaba de hecho un
abstencionismo que sólo podía favorecer al campo de la reacción y del bloque
dominante. En tal sentido, como parte de la clase trabajadora, nos pronunciamos
con claridad apoyando la continuidad del proyecto político nacional y popular
en marcha, para ser parte activa en la profundización de su carácter
transformador.
Desde esa concepción
de autonomía hemos acompañado todas las medidas que comprendimos como pasos
necesarios para avanzar en aquel rumbo, y hemos promovido y reclamado aquellas
decisiones que consideramos debían adoptarse para continuar este proceso, para
reparar sus deficiencias y profundizar las transformaciones. El desafío de
constituir a la organización sindical como un actor capaz de incidir en la
definición de las políticas de Estado, y de ser protagonistas en la
construcción de un proyecto nacional, popular, democrático y emancipador,
exigen de nuestra Central la capacidad de identificar adecuadamente las
contradicciones que determinan, en esta coyuntura política, la siempre dinámica
configuración del movimiento popular, y la correlación de fuerzas que define en
cada momento el horizonte de posibilidades para la acción política.
En el futuro
inmediato, cuando la finalización del segundo mandato de Cristina Fernández se
convierte en un acicate para la estrategia reaccionaria que quiere ver en el
fin del período presidencial la liquidación del proyecto popular, los intentos
de desestabilización y condicionamiento por parte del poder económico y sus
aliados prometen intensificarse. En este contexto, es muy importante el papel
que debe desempeñar la CTA para generar iniciativas tendientes a aglutinar y
unificar a los distintos sectores del campo popular. La presencia en el debate
público, la movilización y la puesta en marcha de espacios de articulación como
la Convocatoria Económica y Social, son un aporte que estamos en condiciones de
realizar allí donde tenemos más desarrollo. También es clave el protagonismo de
la CTA en la formulación de las demandas de la clase trabajadora, con una
visión del conflicto social que haga posible integrar como parte de una misma
totalidad a la heterogénea composición actual de nuestra clase. No podemos ser
sólo portavoces de los asalariados que tienen convenio y trabajo registrado
porque, en ese caso, estaríamos haciéndonos cargo del mandato de apenas una
parte del colectivo laboral.
Fiel a la decisión asumida en el momento mismo de nuestra constitución como
Central, dispuesta a extender su representación más allá de los límites del
trabajador formal, el desafío es crecer integrando también al variado universo
de los no registrados, a los trabajadores cooperativizados, a los de las
empresas recuperadas, a los de las zonas rurales y a todos aquellos que como
parte de nuestra clase tengan la necesidad de organizarse para reivindicar su
dignidad y su demanda con un sentido de unidad y solidaridad.
Para eso necesitamos
que el 18 de noviembre la elección nacional sea un hecho político que nos
movilice y que legitime esta construcción de cara a los desafíos de un futuro
cargado de incertidumbre para los sectores populares. Necesitamos una Central
que fortalezca la identidad y la presencia de los trabajadores y trabajadoras
de la Argentina en esta nueva etapa de la lucha: por más igualdad, más
justicia, más democracia.-
Buenos Aires, 22 de
agosto de 2014