Por:
Luis Furio
El
panorama político nacional se presenta en una dimensión inédita, al menos desde
los últimos cuarenta años. Vivimos una coyuntura conflictiva, muy similar a una
situación de guerra. Llegamos a este estado de confusión no sólo por nuestros errores
-que fueron muchos-, sino también por decisión de factores de poder externos
que aportaron lo suyo. Hemos sido mucho más objetos que sujetos del proceso histórico,
y como es sabido, toda construcción de la historia es paradójica.
Nadie
cuestiona, salvo los enemigos de siempre, la progresividad histórica del
Justicialismo, su capacidad para aceptar el ritmo del proceso mundial
haciéndolo compatible con nuestra identidad nacional, que no debe perder sus
ancestrales raíces. La experiencia nos dice que en política las condiciones no
se crean arbitrariamente: ellas son siempre herencia del pasado. Proyectarlas
al futuro requiere del esfuerzo y voluntad de hombres y mujeres decididos a
crear un mundo nuevo.
En
ese sentido, el Movimiento Obrero argentino, consolidado por la Doctrina
Justicialista, fundamentado en la Doctrina Social de la Iglesia, debe ser el
punto de partida en la construcción de un nuevo tramo histórico. El trabajo de
“Unidad” requerido a sus hombres es una tarea de coraje, de esperanza, de
confianza y de fe, que debe comenzar por el esfuerzo de la inteligencia.
Realizar, como decía Weber “un esfuerzo tenaz y enérgico para taladrar tablas
de madera dura”. Evitar los errores que anulan la grandeza de los objetivos de esa
“unidad” que se requiere para obtener Justicia Social. Para lograrlo es necesario un Movimiento
Obrero que se consolide en unidad, vivificando al Hombre, elemento esencial en
todo intento de reconstruir un nuevo Bloque de Poder Nacional.
Porque
como afirmaba el General Perón, allá en un 11 de agosto de 1944: “los pueblos sin esperanza terminan por
perder la fe; y cuando se pierde la fe en un país no puede predecirse a ciencia
cierta cuál será su porvenir”.
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