Por Juan Carlos
Dennin
Cuando por primera vez tomamos contacto con aquello de la batalla
cultural, muchos interpretamos que la referencia se correspondía con los
permanentes ataques arteros con
que los medios acosaban al Gobierno Nacional.
Pero como la única verdad es la realidad, nos hemos ido dando cuenta que
la situación es mucho más profunda que eso.
Así como en un conflicto bélico uno de los
contendientes deja un campo minado, el neoliberalismo retrocedió pero liquidando, como si fuese inactual e inservible, la idea
de una ciudadanía integradora y capaz de generar las condiciones para una
genuina movilidad social ascendente.
Gracias a la incursión del menemismo, todo
aquello que había logrado construir el primer peronismo, fue desapareciendo. El
Estado fue desguazado hasta ser transformado, poco más o menos que en una ruina;
la relación sociedad / espacio público se quebró, gracias a la aparición del
nuevo discurso privatizador. Todo funcionó como ariete de una globalización,
cuya tendencia universal era la reformulación de las variables políticas,
sociales, culturales y económicas. La
resultante inimaginable, por aquel entonces, fue la concentración de la
riqueza, que fue desplegando en nuestra sociedad ignotas y crecientes formas de
pobreza y desigualdad. La historia había llegado a su fin.
En forma paralela con el avance de esta
metamorfosis regresiva de la vida social se inició, además, un profundo proceso
de despolitización. Los conceptos de
gerenciamiento de la administración estatal, conjuntamente con la ocupación de
los restos del Estado por una “manada” de
tecnócratas, se hicieron carne por aquellos días. A su vez amplios sectores de la clase
política quedaron aprehendidas por nuevas formas de corrupción impulsadas por
los sectores hegemónicos del poder corporativo.
Al mismo tiempo en que se convertía en el
buitre carroñero del Estado, el menemismo saqueaba el ámbito de lo público y
dejaba deslegitimado el lenguaje político convirtiéndolo en sinónimo de
corrupción y en el ámbito judicial.
La consecuencia de todo este accionar ha sido
la conversión del pueblo en una masa de ciudadanos-consumidores, imbuidos por una democracia vacía de contenido, cuya
única participación se remitía a acceder al cuarto oscuro, con sus temores a
salir de la convertibilidad, con sus conciencias compradas y el temor a la
desocupación debido a la destrucción del aparato productivo. El Dios Mercado reinaba por estas tierras,
pero sus acólitos en realidad estaban esclavos de sus propias decisiones.
La globalización del capital provocó la
masificación de las ideas, las expresiones culturales, las prácticas y las
costumbres, mientras aniquilaba toda otra forma
de sociabilidad previa. La década
de los noventa le dio fisonomía a la revolución neoliberal, construyendo un
sujeto híperindividualista, ese ciudadano-consumidor cimentado por la
construcción multimediática, por el egoísmo y por los prejuicios. Ese sujeto se convirtió en la
célula basal del “libre mercado”. Como
la historia había tenido su fin, se aseguraba que, por lo tanto, toda práctica
diferente de afirmar identidad y deseo de igualdad quedaba descartada por
anacrónica. Los efectos perversos de
esta manipulación sociopolítica llegan hasta nuestros días.
Al
llegar el kirchnerismo al gobierno, su
accionar conllevó un proceso de
desarrollo de las organizaciones sociales y generó, a su vez, políticas de inclusión social, trabajo y
redistribución del ingreso, en el marco de una economía en crecimiento. Esto
motivó, a su vez, la participación y el compromiso de los jóvenes como no se
veía desde un hace largo tiempo atrás, a los que se sumaban amplias capas de la
sociedad. La concepción política que las
corporaciones habían diseñado para nuestra sociedad entraba en riesgo
Mientras esto acontecía, los partidos de
oposición se mantenían como en los noventa, debilitados, con dirigentes casi
sin representatividad y tratando de acomodarse sin la más mínima concepción
ideológica. Es en este contexto, que son
cooptados por los medios de difusión, que son el núcleo del poder económico. La
disputa deja de ser entre partidos, y pasa a ser directamente entre el Gobierno
y los grupos económicos.
Aún hoy, toda referencia al accionar popular es
vomitada desde los medios como clientelismo, ya que pretenden que no se altere la conformación del cuerpo
social ideada por las corporaciones. La célula básica volverá a estar
conformada por el ciudadano-consumidor que solo sale a reclamar por sus propios
intereses o por los intereses que, con acciones de “marketing”, los multimedios
se encargan de hacerles creer que les corresponden. La derecha, enquistada en
los medios de difusión masiva, ha
encontrado formas estratégicas en el lenguaje para hacer creer a amplios
sectores medios que ella es la solución que necesitan, aunque en realidad será
quien les hará sufrir nuevamente sus consecuencias.
Tenemos que comprender, como lo hizo y expuso
el kirchnerismo, que si no tenemos la sapiencia de dar la batalla cultural, va
a resultar más que difícil invertir los
términos de la dominación en Argentina, pues allí se encuentra el campo minado que dejó el neoliberalismo.
Por lo tanto, es en esa construcción de la subjetividad donde la matriz
neoliberal puede llegar a retornar y reproducirse.
Por ello, más que nunca, debemos batallar
para cambiar definitivamente el derrotero que ha diseñado el neoliberalismo.
Deberá ser primordial el rediseño de las condiciones políticas y culturales que
permitieron su implementación y subsistencia en distintos sectores de la
sociedad. Aprender del pasado, leer y
comprender las motivaciones que originan las marchas callejeras de los sectores
medios de la sociedad, servirán para dar la lucha, para modificar las
circunstancias. Hay que seguir buscando
y encontrando los modos, los lenguajes y
las acciones que impidan que el “relato” que construyen día a día las
corporaciones económico-mediáticas capturen al grueso de las clases medias y
logren penetrar en sectores populares. La democracia ha de ser inclusiva,
integradora e igualitaria o no será.
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