Por
Rafael Bautista S.
Mañana
se realizará el referéndum autonómico. Poco importa si gana el sí o el no. El
debate acerca de las autonomías muestra la pérdida –incluso gubernamental– del
horizonte plurinacional. El lenguaje que expresa, tanto al gobierno como a la
oposición, es el autonómico; toda discusión ha devenido en una pueril guerra
declarativa: ¿quién es más autonomista? El que se aparta de esa discusión está
“políticamente incorrecto”. El lenguaje autonomista ha borrado las fronteras
entre la derecha y la izquierda, también la esfumado las referencias de lo
popular, así como el carácter revolucionario que anunciaba el horizonte
plurinacional. Así ha degenerado el debate político (para deleite del circo
mediático). En esa trifulca poco importa lo verdaderamente importante; todos
pelean, de uno y otro lado, por su exclusiva sobrevivencia. Tanto oposición
como gobierno son, de ese modo, hermanados en lo inmediatista: todo se trata de
sobrevivir, y a cualquier precio.
Hace
poco, un reconocido intelectual del lado conservador declaraba, en una radio
local, que la Constitución que aprobamos el 2009, no fue la que emanó de la
Asamblea Constituyente (expulsada de Sucre, pero culminada en Oruro) sino de
las “mesas de concertación” que, tanto gobierno como oposición, “celebraron” en
Cochabamba y La Paz. Esto corrobora lo que ya habíamos advertido: el 2009
confirmamos un rapto, pues el poder constituyente había sido anulado por el
orden instituido y, con ello, se reponía éste último a costa de la soberanía
plurinacional.
La
nueva Constitución, que debía contener una nueva estructura normativa del
Estado plurinacional quedaba viciada por las prerrogativas liberales (que
habían sido ya introducidas, aunque tímidamente, en la Asamblea Constituyente,
y reafirmadas muy diligentemente en las “mesas de concertación”); de ese modo
se resucitaba al Estado anterior y se despachaba al rincón de los recuerdos la
potencia revolucionaria del poder constituyente. Lo que el proceso de cambio
tenía de revolucionario, lo tenía por ser un proceso constituyente. Pero si
esta potencia constituyente es desconocida por el orden instituido, entonces lo
que sucede no es sino la reposición del carácter señorial-liberal del Estado
colonial. En resumidas cuentas, se trataba de un coup d’Etat. Suprimido el
poder constituyente se suprimía al sujeto constituyente y, en su lugar,
aparecía un sujeto sustitutivo que, a nombre del proceso de cambio, cambiaba
todo para no cambiar nada.
¿Qué
era lo que reponía las prerrogativas del Estado señorial-liberal? El proyecto
que abrazó la oposición más conservadora para enfrentar y bloquear toda
posibilidad de constituir un Estado plurinacional y que, infelizmente, abrazó
finalmente el mismo supuesto gobierno del cambio: el Estado autonómico.
Cuando
los pueblos de tierras bajas empezaron, a fines del siglo pasado, el proceso
constituyente, reclamando una nueva Asamblea para refundar nuestro país, lo
hicieron enarbolando algo que, en todas las luchas emancipadoras indígenas
había estado siempre presente: la autodeterminación de los pueblos. El lenguaje
oenegista de la época tradujo eso por “autonomía”, lo cual sirvió a la derecha
para asimilar, otra vez, a lucha popular, bajo una terminología pertinente a
sus intereses. De ese modo se legitimó –tarea de intelectuales– el proyecto
conservador con nuevas banderas populares. En octubre de 2003 eso era claro,
pues la respuesta de la oligarquía camba fue rotunda ante la gesta
revolucionaria de octubre: el reclamo de autonomía se hizo unánime en la
derecha, porque lo otro significaba la creación de un nuevo Estado. Ante
aquello ya inevitable, más aun con la elección de Evo, a la derecha sólo le
quedaba la negociación o la capitulación.
El
chantaje al proceso constituyente se expresó de este modo: sólo podía ser
viabilizada la Asamblea Constituyente si se incluía las autonomías. Ésta fue la
trinchera adonde se recluyó el ámbito conservador y, desde allí, boicoteó todo.
El propósito era claro: el nuevo proyecto de Estado, si triunfaba, debía ser
minado desde adentro. Las concesiones que se fueron confiriendo no bastaron,
pues hasta exiliada de Sucre, la Constitución aprobada en Oruro fue “abierta”
con la connivencia del propio gobierno y, de ese modo, “revisada” por los
intelectuales al servicio del proyecto oligárquico. La facción gubernamental afirma,
para su descargo, que sólo aquello viabilizaba la aprobación del texto
constitucional; lo que no admite es que aquella “revisión” le devolvía al
Estado su carácter conservador y, gracias a ello, podía reponer su estructura
liberal. Los ideólogos del gobierno no veían tanto problema en ello porque sus
premisas también eran liberales, es decir y, por ello mismo, aquello se llamaba
acertadamente “mesas de concertación”.
No
se enfrentaban dos visiones o proyectos de Estado sino que, a lo sumo, se
negociaba la hegemonía. De ese modo, el sujeto sustitutivo repetía, para su
propia desgracia, la paradoja señorial. No estaba a la altura de su desafío
histórico: encarnar el nuevo horizonte político; lo único que hizo fue, como
toda nueva elite, negociar, con la vieja, el poder arrebatado al pueblo. La
oligarquía estaba derrotada pero, aun así, el sujeto sustitutivo –cuyo
horizonte de creencias lo ataban al viejo Estado– en aquella negociación le
devolvía a la vieja elite sus prerrogativas.
El
llamado entorno q’ara repetía la historia como comedia, domesticando la
revolución que el pueblo les había delegado. Hubiesen sido revolucionarios el
1952 pero ya no el 2009. El pueblo no había encarnado, en el 52, la necesidad
de refundar nuestro país; pero desde el 2003 era inobjetable una nueva
Constitución y un nuevo Estado. Las naciones y pueblos indígenas nos habían
enseñado que el secreto de nuestra dominación radicaba en el propio marco
normativo que estructuraba al Estado. Ese marco liberal era lo que debía
superarse; pues era la sustancia misma que legitimaba a la legalidad del
Estado-Nación. Un Estado plurinacional ya no podía partir de un marco normativo
liberal. La novedad radicaba allí. La derecha más lúcida lo comprendió de ese
modo. Por ello la insistencia en las autonomías se hizo asunto de vida o
muerte.
El
discurso autonomista no tenía nada que ver con la autodeterminación de los
pueblos y las naciones. El modelo autonómico, en todas sus variantes,
reafirmaba la fisonomía republicana del Estado, por ello bosqueja una
estructura piramidal donde la descentralización de las funciones estatales no
son nada más que la negociación de cuotas de poder entre los estamentos
canonizados de la distribución liberal (gobierno, gobernaciones y municipios);
por eso no es de extrañar que la “autonomía indígena” sea arrinconada al lugar
más bajo siendo, en la práctica, cuasi imposible su implementación. Tampoco es
de extrañar que, en los últimos años, la migración de ayllu a municipio sea lo
más usual, pues ante la inexistencia de un marco normativo que ampare al ayllu
–le dé existencia legal–, lo único posible es ampararse en el marco legal
existente; el cual no consiente otras figuras que no sean las liberales, donde
lo comunitario desaparece y sólo puede sobrevivir si se subsume a una
normatividad burguesa, pertinente para el desarrollo exclusivo del capitalismo;
lo cual significa la muerte de toda comunidad.
La
adopción del proyecto del Estado autonómico empezó a revelar el carácter
conservador de una izquierda en función de gobierno: la nueva derecha. Esto
confirmaba la no pertenencia y falta de identidad de una izquierda que nunca
supo en qué país estaba ni qué pueblo representaba. Por eso las críticas que la
otra izquierda le hace al gobierno no tocan nunca el asunto neurálgico. Le
oponen un socialismo anacrónico a un gobierno, cuyo horizonte socialista, le
impide comprender la novedad que emana del nuevo sujeto plurinacional.
Habría
que recordarles a los marxistas, de uno u otro lado, que una de las tres
fuentes integrantes del marxismo –Lenin dixit– es el socialismo utópico
francés, el cual fue posible, no sólo por la literatura utópica que inauguran
Tomas Moro, Campanella y Bacon (los cuales hacen referencia siempre al Nuevo
Mundo), sino por la influencia jesuita en Europa, que propagaban la forma de
vida de las Reducciones como el modelo de convivencia utópica que encendió los
ideales hasta de la revolución francesa. Esto quiere decir que la forma de vida
que practicaban indios y jesuitas fue la inspiración del socialismo utópico. Lo
mismo puede decirse de las ideas de democracia y libertad individual y hasta
del sistema federal, las cuales no provienen de Europa sino de Amerindia.
Europa, que procedía culturalmente de Roma y Grecia, respondía a tradiciones
monárquicas que suprimían libertades individuales bajo regímenes despóticos.
Tradición democrática no conocían, eso lo aprendieron de los indios; hasta el
sistema de confederaciones de la liga Iroquesa fue el origen del sistema
federal y de los Estados Unidos; el mismo concepto de “liga de las naciones”,
que da origen a la ONU, es de origen indio.
Pero
el eurocentrismo de la propia izquierda marxista fue lo que impidió siempre la
consolidación de todo proyecto auténticamente nacional. Partir de lo propio
nunca fue opción para una izquierda desprovista hasta de color local. Ese era
el punto de inflexión que la llevó siempre a pactar con las elites
conservadoras. Los prejuicios modernos los hermanaban siempre en contra de un
alguien siempre señalado: el indio (eso explica el antimarxismo del
indianismo). Por eso parten de un proletariado de libro, sin carne ni sangre,
una abstracción que, una vez desaparecido, no importa, pues nunca realmente
existió. Fueron los propios prejuicios modernos de la izquierda lo que le
impidió trascender el credo capitalista y afirmarlo con más vehemencia, a costa
siempre del sujeto real, concreto, que nunca llegó a conocer, por eso siempre
se propuso eliminarlo: desarrollar, progresar y modernizarnos, partía siempre
del presupuesto de que lo nuestro es inferior por naturaleza (racismo congénito
moderno). La modernidad sólo fue posible excluyendo y negando toda otra forma
de vida; por eso las revoluciones se hacen conservadoras: luchan contra el
orden pero, al final, lo reafirman como lo único posible, porque no creen en
otra cosa que no sea lo moderno.
Ahora
la modernidad ha entrado en crisis terminal. Por eso el carácter revolucionario
de nuestro proceso consistía en que, desde lo negado, se hacía posible imaginar
un nuevo horizonte de vida, un nuevo Estado, una nueva política, una nueva
economía. Pero, cuando se daban las condiciones objetivas de partir de lo más
propio, la paradoja señorial nos mostraba que la dirigencia del proceso, las
condiciones subjetivas, otra vez, no se hallaban a la altura del
acontecimiento, entonces ¿qué podían hacer sino restaurar el mismo Estado del
cual no eran libres? Como dicen los que saben: es más fácil, salir del mundo,
que el mundo salga de uno.
La
misma Constitución declara en su prólogo que “Bolivia es un Estado plurinacional…
con autonomías”. No dice un Estado autonómico. La diferencia es lo que hay que
aclarar. Desde la Asamblea hasta la actualidad, el gobierno ha gastado una
considerable cantidad de recursos en contratar “expertos” en procesos
autonómicos y teorías de la autonomía (entre los mismos asesores que tuvo el
Ministerio de Autonomías figura gente que estuvo en las “mesas de concertación”
y que, además, estuvieron siempre en contra del proceso constituyente);
“expertos” que sabían bien de todo menos de lo más elemental: nuestro propio
país. Nuestros intelectuales, consumidores netos de las ideas de afuera, se
dieron a la tarea de imitar en suelo nuestro aquello que se teorizó en países
como España, Bélgica, Canadá, etc.
Vale
la pena recordar que en esos países aquellas teorías sólo fueron eso, teorías,
pues todos ellos enfrentan, desde hace un buen tiempo, serias amenazas de
desintegración que no pueden ser superados por ningún modelo autonómico. Porque
la unidad nacional, necesaria en esta transición geopolítica global, no pasa
por cuestiones técnico-administrativas, de descentralización, o por razones
culturalistas. La vigencia y legitimidad de un Estado –y de su soberanía
política– tiene que ver con algo que los propios clásicos de la filosofía
moderna reconocen: el Estado es la consciencia del pueblo, es el universo ético
de un pueblo hecho objetividad. El pueblo que se constituye en sujeto,
instituye su universo ético como contenido normativo de su existencia política.
Es decir, no hay nada más racional que partir de lo más propio, un pueblo que
parte de sí se hace, de ese modo, real.
El
modelo autonómico es apenas un modelo de administración de las funciones
públicas; no llega a constituir una nueva normatividad porque es una expresión
actualizada del paradigma liberal. Su popularidad consiste en que pretende
responder a una necesidad: la mejora de la performance estatal. En ese sentido,
su adopción, en el mejor de los casos, responde a inquietudes de carácter
técnico. Como en la medicina, la política imperial produce la enfermedad para
luego vendernos la vacuna; destruye la soberanía de nuestros Estados para
después financiar modelos, que los producen las academias del norte para
reafirmar nuestra dependencia. En ese sentido, los modelos autonómicos también
pueden ser caballos de Troya, como el impulsado por los gringos para balcanizar
a la ex Yugoeslavia.
Todo
lo que predicaba la oligarquía camba provenía, en gran parte, de los famosos
acuerdos de Rambouillet, del cual USA y la OTAN se sirvieron para acabar con la
soberanía de aquel país. La negativa inicial al discurso autonomista fue por
ello coherente; pero en la reposición del orden instituido, la misma retorica
oligárquica fue asimilada, quedando el nuevo horizonte conceptual como un mero
disfraz de la nomenclatura liberal que había sido restaurada bajo el apelativo
de Estado plurinacional. No sabiendo en qué consiste aquello, se tenía que
proponer un modelo estatal con algo; abrazar un modelo autonómico fue la única
opción ante la ausencia de proyecto plurinacional. Por eso el Estado que se
dedujo no podía acabar con la ley 1178 ni con el decreto 21060, porque lo único
que se perfilaba era lo que ya había producido el neoliberalismo: un Estado
administrador. Esta nueva descentralización de funciones en la ejecución
pública, reactualizaba la ley de participación popular que, en los hechos, sólo
había democratizado la pobreza y la corrupción.
Lo
único logrado, hasta ahora, en el proceso autonómico, ha sido la inflación del
aparato burocrático del Estado. Una vez respuesta la estructura liberal del
Estado, además con el carácter de mero administrador que impuso el
neoliberalismo, descentralizar aquello no conduce a hacer más eficaz las
funciones estatales; sucede más bien lo contrario, pues para justificar
delegaciones de poder y decisión, se tienen que incrementar conductos de
transmisión de decisión y ejecución, lo cual ralentiza la propia gestión
pública; sumado a ello la pugna hasta jurídica entre competencias que no
siempre están definidas del todo.
Pero,
y esto es lo grave, resulta hasta un contrasentido optar por una
descentralización radical de algo cuya unidad es todavía bastante frágil. El
gobierno parece haberse dado cuenta de ello, pero tarde (quizás por eso los
estatutos patrocinados por el oficialismo no ceden mucho poder). La estructura
liberal del Estado boliviano nunca produjo unidad nacional; siendo colonial y
respondiendo a intereses que ni siquiera eran los propios, lo único que se
requería era una fiel administración de aquella transferencia unilateral de
valor hacia afuera: los intereses de afuera prevalecían ante los nuestros
porque el Estado mismo estaba estructurado para hacer prevalecer aquello. Toda
la estructura administrativa y legal que no fue desmantelada sino hasta
reforzada, no ha hecho otra cosa que reponer la ineficiencia, la corrupción y
hasta la desigualdad al interior del mismo gobierno. La legalidad vigente, así
como no ampara nada que no sea el mercado y el capital y hace imposible otra
economía que no sea el capitalismo, así le priva al Estado de identidad y
universo ético propio. No parte de sí, por tanto, no vive para sí.
Un
Estado plurinacional tenía la prioridad de reconstituir a las naciones que le
constituyen y le dan sentido de vida. El contexto actual de crisis civilizatoria
y crisis climática era el más idóneo para proponer, de modo hasta global, un
nuevo paradigma como superación de la orfandad utópica que ha dejado una
modernidad en crisis terminal.
Para
consolidar una hegemonía (que no es dominación) se precisa consolidar una
política de Estado, la cual, por legitimidad horizontal, tiene que hacerse
doctrina estatal, es decir, ideología nacional. Si no hay esto primero,
autonomizar sus funciones es un contrasentido, pues en la lucha por el poder,
cuando ésta se ha universalizado hasta los estratos más bajos, sólo puede tener
como fin la fragmentación y hasta la desintegración. Si la política de Estado
no se ha hecho ideología nacional y doctrina propia de todo el conjunto
estatal, el conjunto de competencias locales y nacionales no concurren sino
hasta se oponen. Las autonomías mismas aseguran el poder local de las elites y,
en una suerte de pacto fáustico, una vez “normalizado” el Estado, gobierno y
oposición sólo juegan a quién dobla el brazo del otro.
Un
proyecto estatal no es algo que se produzca por inercia institucional; no es lo
técnico lo que prescribe la identidad y la soberanía de un Estado, sino lo
político. El horizonte plurinacional, su clarificación, era la materia política
de la nueva potencia popular; pero abandonado ese horizonte, lo que tenemos en
la arena política es sólo discusiones de carácter técnico, cuando es lo
político del Estado lo que no se halla resuelto. Esto se hizo manifiesto en las
últimas elecciones, allí había de todo menos discusión política; ni siquiera el
tema del mar provocó una seria reflexión de carácter geopolítico que proponga
una consecuente política de Estado.
En
esta coyuntura, cuando viene menguando el carácter revolucionario de nuestros
procesos, el gobierno sólo apuesta a su sobrevivencia y, como no es capaz de
producir hegemonía, opta por la dominación, es decir, por la legitimidad
vertical (propia del poder que manda, no del poder que obedece). Poco ya
importa el resultado del referéndum; lo triste es ver cómo el Estado
plurinacional ha ido perdiendo su carácter revolucionario y ha ido reponiendo
las prerrogativas del Estado liberal que queríamos superar. Performativizar las
funciones estatales parece ser la única prioridad ahora, cuando la estabilidad
lograda es sólo aparente. Kissinger dijo alguna vez que la estabilidad europea
y gringa se la debía tan sólo al bienestar económico y se preguntaba, ¿qué
pasará cuando ese bienestar acabe? Lo mismo podríamos preguntarnos ahora.
La
estabilidad lograda es sólo circunstancial y aparente y no basta para afirmar
lo esencial de todo porvenir estatal: la unidad nacional. Ésta es siempre
acompañada del sentido de país que produce un proyecto que ha producido un
máximo de disponibilidad común. Este máximo es lo que configura la unidad
nacional. En nuestro caso, este máximo de nueva disponibilidad es lo que se
había articulado en torno al horizonte propuesto por el sujeto plurinacional.
En el proceso autonómico desaparece este sujeto y todo se reduce a la dictadura
de las lógicas institucionales. Por eso se devalúa lo político en beneficio de
lo técnico. Pero el Estado, como mero administrador es producto, precisamente,
de un puro razonamiento técnico; ahora, como no se puede solucionar un problema
con el mismo conocimiento que lo ha creado, resulta paradójico que, a nombre de
Estado plurinacional, se pretenda constituirlo con la misma normatividad
liberal que reivindican las autonomías.
En
este sentido, reivindicar lo político del Estado quiere decir, explicitar el
horizonte de sentido que han producido los pueblos y naciones indígenas, el
sujeto plurinacional, para que el Estado encarne aquello como el contenido
mismo de su existencia. Sólo dentro de aquello tendría sentido una
descentralización político-administrativa, cuya prioridad manifiesta sea la
reconstitución de los sistemas de vida indígena-originarios, la potenciación de
su contenido comunitario, como el contenido propio de un Estado que se proponga
la restauración del equilibrio sistémico de la PachaMama, condición sine qua
non para resignificar un sistema de la producción cuyo criterio de racionalidad
sea la producción y reproducción de la vida, como respuesta nuestra a la crisis
climática que ha originado el capitalismo y el mundo moderno.
La Paz, Bolivia, 19 de septiembre del 2015
Rafael Bautista S.
autor de “la Descolonización de la Política.
Introducción
a una Política Comunitaria”,
Plural
editores, la Paz, Bolivia
rafaelcorso@yahoo.com