Por: María Belén Coluccio
Explorando algún destino turístico o pasando
la calor en Buenos Aires, visitar un museo es un placer que nos puede
suceder este verano.
Con sus obras que “hay que ver”, con fama de
aburridos y agotadores, intrigantes por su arquitectura, vacíos y silenciosos,
o llenísimos de gente, interactivos y modernosos, o con aromas tradicionales...
museos hay para todos los gustos, edades y bolsillos, pero sin dudas ellos nos
generan muchas preguntas a nosotros, los espectadores del siglo XXI.
En esta era de la sobreinformación, de
cultura del video y la pantalla, de la fluidez en los intercambios, de la
velocidad, ¿cómo nos vinculamos con un espacio cuya principal función es
conservar esos registros quietos del paso del tiempo?
Entonces, puede pasarnos esto:
nos aburrimos, sentimos que no entendemos,
nos parece todo igual, nos indignamos porque no creemos que eso que estamos
viendo sea arte.
Pero también puede pasarnos esto:
nos sorprendemos, aprendemos algo nuevo, nos
emocionamos sin saber porqué, sentimos que una obra refleja a la perfección un
sentimiento o algo que nos pasó, nos sentimos cobijados por el silencio del
lugar, nos motivamos para crear, accionar y multiplicar...
¿Qué hay entre una experiencia y otra? ¿Qué
podemos hacer como espectadores para que lo primero se convierta en lo segundo?
Como todo, no hay fórmulas mágicas, pero sí modos de acercarse a las obras y a
los espacios museísticos que pueden ser más fructíferos.
En principio, aceptemos que los museos son
por definición lugares públicos pero aislados del trajín social diario. Eso,
que es una de las más grandes críticas que los movimientos de vanguardia del
siglo XX (llámese dadaísmo, futurismo, surrealismo, etc) y muchos movimientos
sociales le han hecho al museo, puede ser un dato a reivindicar en nuestra
experiencia posmoderna del arte.
El museo (como también el teatro o el cine)
es un espacio capaz de abrir un arco en el tiempo, suspender la preocupación
cotidiana y posibilitar que nos relacionemos con pensamientos y cosmovisiones
de personas que vivieron otros tiempos, otras geografías, con diversas
experiencias de vida. En el museo contamos con un contexto tranquilo y seguro
para ejercer la libertad de ojo, es decir, decidir cuánto tiempo
queremos quedarnos viendo y dónde queremos hacer foco.
De esta manera ya nos deshacemos de otra
mentira malvada sobre el museo: que habría algo muy erudito o difícil por
entender, o peor aún, que ya deberíamos saber, como quién es tal o cual pintor,
a qué estilo pertenece, qué representa esa obra. Es cierto, el arte es un
materia compleja y muy seria para quienes la estudian, pero es también un
especio de disfrute para todos. Ahi están las obras, las verdaderas
protagonistas, con sus colores, sus materiales, sus texturas y técnicas. Todo
ello impresiona en nuestros sentidos y nos moviliza. No desestimemos esos
datos, estemos atentos, que a veces la experiencia de lo estético se presenta
en el terreno de la sutileza. Abrir los ojos más a la manera de un paisaje que
de una góndola. Podemos renunciar al recorrido maratónico de pasar todas las
salas o al intentar memorizar datos, para organizar un recorrido propio,
motivado por la curiosidad. Quedarnos frente a una obra que nos sedujo especialmente
e intentar descubrir lo que ella nos dice. Hacernos preguntas concretas: ¿Qué
veo? ¿Con qué lo puedo asociar inmediatamente? ¿Me causa rechazo, compasión,
alegría...? Además, normalmente los museos cuentan con los carteles
explicativos de los que podemos hacer uso para ubicar las obras en un contexto
y tener más herramientas para disfrutar de su visión, pero no reemplazan
nuestra relación directa con ellas.
Podemos también situarnos en el medio de la
sala y emular la tarea del curador, quien se encarga de seleccionar y ordenar
las obras. Si nosotros fuésemos los curadores ¿las hubiésemos dispuesto de esa
manera? Al imaginar esa reconstrucción, seguramente aparezcan otros datos y
pensamientos novedosos que permitan apropiarnos de ese conjunto y sentirlo más
cercano.
En los museos nacionales, puede ser
interesante animarse a descubrir los nuevos enfoques de investigación y
curaduría de arte argentino que permiten valorar su dinámica vernácula propia y
original que, al mismo tiempo, dialoga y propone en el campo del arte internacional, sin considerarse periférico de los centros
tradicionales de producción. Estos enfoques están presentes, por ejemplo, en la
renovación del recorrido del Museo Nacional de Bellas Artes, que vale la pena
visitar, además de que su entrada es gratuita.
Para finalizar, muchos de los museos más
nuevos cuentan con cafeterías muy bien puestas donde podemos sentarnos a
descansar o compartir impresiones con nuestros acompañantes. En las tiendas de
los muesos podemos encontrar libros y videos interesantes para continuar en
casa con el amor al arte. Incluso hay museos que cuentan con hermosos jardines
dentro de sus instalaciones o están muy cerca de grandes espacios verdes para
culminar la visita tomando un poco de aire fresco.
El museo puede enseñarnos una otra forma de
mirar. Algunos creemos que decidir mirar es también accionar sobre la realidad
que nos rodea. Y eso es algo para valorar (y reivindicar) ahora y siempre.
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