Por María Agustina Lapenda
Estudiante de Licenciatura en Artes – UBA
Fotógrafa
El relato renacentista es conservador, tirano,
patriarcal, servil al colonialismo visual de occidente; a esa forma del ver y
representar el mundo que se pretende universal. El Renacimiento es el eje sobre
el cual va y viene toda la historia del arte occidental, su clímax. Punto de
llegada a la perfección, a la belleza ideal, a la representación Verdadera,
única y científica de la naturaleza. Desde la Antigüedad hasta el Quattrocento
acontece una sucesión de estilos en busca de la corrección estética que se
alcanza, por supuesto, en esta época normalizadora de la mirada. Todo el arte
subsiguiente no será sino un alejamiento de este modo determinado de construir
imágenes: el manierismo, el barroco, las vanguardias... distorsiones del canon
humano, del espacio perspéctico. Transgresiones y corrimientos del punto de
vista renacentista.
El Renacimiento sistematiza la mirada, le impone leyes.
Naturaliza UN modo de ver y concebir el mundo, lo funde con la Verdad y le
adosa una carga valorativa. Sin embargo, postulándose como lo verdadero,
el arte renacentista nos miente: hace al plano bidimensional enunciarse como un
espacio en profundidad; hace decir al hombre que es heroico, bello, bien
proporcionado, emocionalmente expresivo pero contenido. Un hombre (y no una
mujer) occidental, triunfante, individualista, medido, pensante, católico.
Y no es casual que este relato busque imponerse en el
contexto de un mundo en plena expansión, de encuentros con un Otro. Occidente
se enfrenta a la mirada oriental, a la mirada americana. Europa se encuentra
con la ajenidad y debe imponer su propia mirada para poder, también, definirse
a sí misma. Quiere ganar, entre tantas otras, la batalla visual, simbólica.
Durante el Renacimiento occidente aprende con fuerza el
valor de las imágenes, no sólo por los mensajes que ellas transmiten sino por
cómo se vinculan con aquel que las aprecia. Las figuras y espacios
representados no interactúan únicamente entre ellos sino también con su
receptor. El Renacimiento impone una mirada centralizada, un punto de vista
único. Sitúa y fija al espectador en un espacio concreto,
mensurable. Lo piensa, lo razona, lo define. Y al definirlo puede controlarlo.
El Renacimiento es testimonio visual del colonialismo; su
afirmación. Y la construcción de su relato (desde Vasari hasta nuestros
tiempos) no hace más que reafirmar esa voluntad de dominar el universo
simbólico-visual del otro, del diferente, del desconocido.
El relato renacentista es todo lo que no me gusta de la
Historia del Arte; todo lo que quiero desandar.
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