Por Javier Rio (Filósofo, Pedagogo y Teólogo)
Después de unas decenas de años el efecto
ético sigue ganando fuerza, invade los medios de comunicación, alimenta la
reflexión filosófica, jurídica y deontológica, generando instituciones,
aspiraciones y prácticas colectivas inéditas. Bioética, caridad mediática,
acciones humanitarias, salvaguarda del entorno, moralización de los negocios,
de la política y de los medios de comunicación, debates sobre el aborto y el
acoso sexual, correos rosa y códigos de lenguaje “correcto”, cruzadas contra la
droga y lucha antitabaco, por todas partes se esgrime la revitalización de los
valores y el espíritu de responsabilidad como el imperativo número uno de la
época: la esfera ética se ha convertido en el espejo privilegiado donde se
descifra el nuevo espíritu de la época.
“ Hace poco nuestras sociedades se
electrizaban con la idea de liberación individual y colectiva, la moral se
asimilaba al fariseísmo tanto como a la represión burguesa. Esa fase ya se ha
vivido: mientras que la ética recupera sus títulos de nobleza, se consolida una
nueva cultura que únicamente mantiene el culto a la eficacia y a las
regulaciones sensatas, al éxito y la protección moral, no hay más utopía que la
moral, “el siglo XXI será ético o no será”[1]
Nunca, como hoy se habló de ética. En todos
los campos de la actividad social, incluída la educación, en todos los tipos de
discursos posibles.
Y sin embargo, algo pasa con los valores,
con las normas, con las sanciones, con el respeto mutuo, con la violencia, con
la búsqueda de la felicidad, con las formas de enfrentar el dolor, la
enfermedad, la vejez, la muerte.
Descubrimos un ocultamiento de los valores,
no nos es fácil encontrarlos en persona o grupos con cierta estabilidad.
La rectitud y la honestidad parecen
incompatibles con la función pública, con el poder económico, con la posición
social, con la fama, con el éxito, con el estudio mismo. Hay una tendencia a
imaginar que es imposible ser bueno si se quiere tener poder, o riqueza.
La moral se aleja, aparentemente, de la
creatividad, la originalidad, la sinceridad y la coherencia. A la moral la
atacan los “moralistas impertérritos del statu quo”. Se enojan los que están en
el cambio, en la autenticidad, el seguir los propios sentimientos y deseos.
Relacionar el sentido de la vida con algún
tipo de renuncia o sacrificio parece un lenguaje de otra época. Cuesta mucho
relacionar la legitimidad de las normas con alguna fuente de autoridad y de
respeto. Está fuera de época hablar de una lógica de maestros y discípulos, de
sabios y de caminos para la sabiduría.
“La
moral, como el gran relato
unificador y jerarquizador de valores, porque basado en la naturaleza esencial
del hombre, o en alguna instancia sobrenatural, o en algún ideal de progreso
racionalmente determinado, ha perdido vigencia”[2]
Asistimos a cierta tendencia a sustituir la ética con la estética: El principio
ético más importante es buscar la “autenticidad” de “ser-uno-mismo”, cuyo modo
más acabado se logra con un imperativo categórico: “haz lo que quieras”. Cierto
que detrás de esto se suele encontrar una auténtica defensa de la libertad y de
la tolerancia. Pero entraña sus riesgos. Uno, el que la tolerancia se vaya
transformando -como ya está sucediendo- en indiferencia (debido, en el fondo, a
la crisis de la razón: no hay verdad que defender). La fragmentación trae
consigo un “vivir y dejar vivir” que en muchos casos se convierte en un “dejar
morir” mirando hacia otro lado. Ahora, como antes, sólo la verdad sigue siendo
sujeto de derecho. Pero todos tenemos la verdad, así que todos tenemos el
derecho a dictarnos nuestro propio código. A lo sumo sigue en pie el viejo
principio de “mi libertad hasta donde empieza la tuya”. De allí a que el otro
se convierta en el infierno, el límite de la libertad, un paso. Por eso el
otro, mientras más lejos, mejor. Aquí está una de las causas de esa búsqueda de
“insensibilización” del hombre, de la que hablábamos más arriba. Un segundo
riesgo, quedarse en una postura sencillamente hedonista. Canta J. Sabina que: “...opino con Sade que al deseo los frenos
le sientan fatal. /¿Qué voy a hacerle yo, si me gusta el güisqui sin soda, el
sexo sin boda, las penas con pan ...?”[3].
Se da una moral que pone bajo sospecha de pecado todo lo que se aproxime al
placer, y esto no tiene cabida en la cultura actual, post-psicoanalítica. El
“descubrimiento” del inconsciente y su vulgarización en el lenguaje y el saber
medio de la gente proyecta un cono de sombra sobre la culpabilidad y la
responsabilidad, al presentar una libertad mucho más corta de lo que
suponíamos. Otra vez, los descubrimientos psicoanalíticos sobre el origen de
las neurosis levanta la guardia -ya del hombre moderno- ante todo lo que pueda
asemejarse a la represión. Además, ubicaron en su verdadero status de norma
social (con lo relativo que ello supone) lo que fuera visto como realidad
natural a la cual había que adecuar el comportamiento. Ni que hablar de la
nueva valoración que va adquiriendo la sexualidad a partir del desarrollo de la
psicología, y de una hermenéutica que despeja “tabúes” al analizar la historia
de la moral. Hemos descubierto, además, el peso de la situación y de la
historia de la persona en sus actos, datos que recortan también la responsabilidad
y la “pureza” de las intenciones. Ninguna acción parece ser totalmente buena ni
plenamente mala: la mezcla se nos ha impuesto. Las opciones éticas aparecen,
por lo mismo, sumamente condicionadas.
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